Comienza hoy la serie de notas sobre lo que mi amigo el puma y yo percibimos como la obra despiadada de un monstruo. Y aunque puede que no sea más que una opinión entre miles, para nosotros es válida (y no porque haya muchas que se le parezcan), así que en los párrafos que vendrán la tarea será sustentarla.
Pero comencemos por partes, vamos primero con un tema urbano aparentemente fuera de contexto. Cada lector podrá dar un vistazo a su propia urbe y determinar si el problema que voy a señalar le es familiar o no. Tiene que ver con la cantidad de ojos tristes, de voces hambrientas, de manos desposeídas con las que nos topamos a diario. No me dirijo a aquellos que tienen en medio de los pulmones un carburador o una registradora y que limitan su universo con las latas y los blindajes de sus coches último modelo, ya que es posible que aunque a través de los cristales vean algo, opten simplemente por negarse a escuchar. Quiero que esta primera aproximación la entiendan los seres de carne y hueso, los que en realidad viven en la ciudad y no en un universo paralelo que triangula entre su escritorio, su coche y su mansión. Cierren sus ojos y traten de recordar en un día como hoy cuántas veces tuvieron que escuchar la plegaria que titula este blog, o cualquiera de esos mantras afines con los que de memoria se recurre a la generosidad del público en las aceras, en los semáforos, en la incomodidad del transporte público, a la salida de las panaderías, de los supermercados o de los templos (negocios distintos con un mal común).
Ahora retengan ese pensamiento y estúdienlo un poco, denle vueltas... clasifiquen el conteo y tomen nota de cuántos de esos pedidos fueron hechos por o relacionados con niños. Es muy probable que la cuenta asuste, pero con el paso del tiempo el horror se ha hecho costumbre. Por eso no se extrañen si la respuesta fue ""todos" o "casi todos". Los tintes son tan oscuros como diversos, pero la realidad es solo una detrás de todos: la lástima es ahora un artículo de consumo. Nuestra paupérrima sociedad nos la vende en todas las formas en cada esquina. Un niño con los mocos fuera se nos acerca en el restaurante para ofrecernos un dulce a cambio de una moneda, mientras su hermanito(a) pega las narices por fuera del ventanal para pasar saliva al mirar atentamente nuestro plato. Otros dos están en el semáforo de la esquina atentos a la luz roja para dar inicio a sus piruetas de inspiración circense. En la noche cuando tome el transporte de vuelta a casa quizá aborde la misma muchacha que esta mañana intentaba convencernos torpemente de comprar chocolates ("por un costo y un valor de tan sólo doscientos pesitos, claro está que para su mayor economía puede llevar los tres en quinientos o los siete en mil"), mientras carga con dificultad una bebé que en un futuro podría infortunadamente repetir la misma historia, a una edad en la que aún debería estar pensando en jugar con muñecas.
Todas las historias cotidianas de estas subsidiarias ambulantes del amor de Dios parten el alma. Pero la conmoción se va tornando en indignación cuando se ve la otra cara de la moneda, la que se agazapa y no se muestra ante el ojo del "cliente". El niño del restaurante quizá no acepte de buena gana que se le ofrezca un plato de sopa aun cuando tenga hambre, porque su "madre" (o quien sea) espera que le lleven dinero y no buenas obras. El circo improvisado de la esquina quizá forma parte de una cadena que ya tiene su empresario. La muchacha de los chocolates sabe que si no demuestra su "sacrificio" al cargar a la bebé, tiene menos probabilidades de lograr la venta. El rostro del niño es la cara del santo que hará el milagro de aliviar el bolsillo, mal o bien, por un día más. Unos casos serán más infames que otros, pero el factor común está ahí, al alcance de todo el que lo quiera ver. "No coins to people", dijo enfáticamente un amigo en alguna ocasión... descarnada reacción, pero tiene su razón. Lo que en otros tiempos fue inocente y auténtica mendicidad ha "evolucionado" hacia un modelo de negocio.
De todos modos, con ingenuidad o conformismo de nuestra parte a veces aun caemos con la esperanza de que lo que acabamos de escuchar como antesala a la tendida de mano sea una historia auténtica y no un timo... porque de todo hay en la viña del Señor, dicen. Pero esta disertación es apenas el abrebocas para una mostruosidad sobre la que trataremos en la próxima nota... por ahora, no me olviden cuando alguien en la calle se acerque y les diga... ¿Me regala para un pan?.
Pero comencemos por partes, vamos primero con un tema urbano aparentemente fuera de contexto. Cada lector podrá dar un vistazo a su propia urbe y determinar si el problema que voy a señalar le es familiar o no. Tiene que ver con la cantidad de ojos tristes, de voces hambrientas, de manos desposeídas con las que nos topamos a diario. No me dirijo a aquellos que tienen en medio de los pulmones un carburador o una registradora y que limitan su universo con las latas y los blindajes de sus coches último modelo, ya que es posible que aunque a través de los cristales vean algo, opten simplemente por negarse a escuchar. Quiero que esta primera aproximación la entiendan los seres de carne y hueso, los que en realidad viven en la ciudad y no en un universo paralelo que triangula entre su escritorio, su coche y su mansión. Cierren sus ojos y traten de recordar en un día como hoy cuántas veces tuvieron que escuchar la plegaria que titula este blog, o cualquiera de esos mantras afines con los que de memoria se recurre a la generosidad del público en las aceras, en los semáforos, en la incomodidad del transporte público, a la salida de las panaderías, de los supermercados o de los templos (negocios distintos con un mal común).
Ahora retengan ese pensamiento y estúdienlo un poco, denle vueltas... clasifiquen el conteo y tomen nota de cuántos de esos pedidos fueron hechos por o relacionados con niños. Es muy probable que la cuenta asuste, pero con el paso del tiempo el horror se ha hecho costumbre. Por eso no se extrañen si la respuesta fue ""todos" o "casi todos". Los tintes son tan oscuros como diversos, pero la realidad es solo una detrás de todos: la lástima es ahora un artículo de consumo. Nuestra paupérrima sociedad nos la vende en todas las formas en cada esquina. Un niño con los mocos fuera se nos acerca en el restaurante para ofrecernos un dulce a cambio de una moneda, mientras su hermanito(a) pega las narices por fuera del ventanal para pasar saliva al mirar atentamente nuestro plato. Otros dos están en el semáforo de la esquina atentos a la luz roja para dar inicio a sus piruetas de inspiración circense. En la noche cuando tome el transporte de vuelta a casa quizá aborde la misma muchacha que esta mañana intentaba convencernos torpemente de comprar chocolates ("por un costo y un valor de tan sólo doscientos pesitos, claro está que para su mayor economía puede llevar los tres en quinientos o los siete en mil"), mientras carga con dificultad una bebé que en un futuro podría infortunadamente repetir la misma historia, a una edad en la que aún debería estar pensando en jugar con muñecas.
Todas las historias cotidianas de estas subsidiarias ambulantes del amor de Dios parten el alma. Pero la conmoción se va tornando en indignación cuando se ve la otra cara de la moneda, la que se agazapa y no se muestra ante el ojo del "cliente". El niño del restaurante quizá no acepte de buena gana que se le ofrezca un plato de sopa aun cuando tenga hambre, porque su "madre" (o quien sea) espera que le lleven dinero y no buenas obras. El circo improvisado de la esquina quizá forma parte de una cadena que ya tiene su empresario. La muchacha de los chocolates sabe que si no demuestra su "sacrificio" al cargar a la bebé, tiene menos probabilidades de lograr la venta. El rostro del niño es la cara del santo que hará el milagro de aliviar el bolsillo, mal o bien, por un día más. Unos casos serán más infames que otros, pero el factor común está ahí, al alcance de todo el que lo quiera ver. "No coins to people", dijo enfáticamente un amigo en alguna ocasión... descarnada reacción, pero tiene su razón. Lo que en otros tiempos fue inocente y auténtica mendicidad ha "evolucionado" hacia un modelo de negocio.
De todos modos, con ingenuidad o conformismo de nuestra parte a veces aun caemos con la esperanza de que lo que acabamos de escuchar como antesala a la tendida de mano sea una historia auténtica y no un timo... porque de todo hay en la viña del Señor, dicen. Pero esta disertación es apenas el abrebocas para una mostruosidad sobre la que trataremos en la próxima nota... por ahora, no me olviden cuando alguien en la calle se acerque y les diga... ¿Me regala para un pan?.
wow Fer...
ResponderEliminarme pusiste a pensar, y wow....
xq,si hay algo q deverdad hace q se me tuerza mi coranzoncito es ver a un moquito pidiendo dinero(osea cuando estaba asi de moquito,no me preocupaba x sí habria un plato de comida en la mesa...);y lo q despues hace q se me endurezca, es ver q al bajar del vagón del metro, unos pasos atras ver a su padre o madre(si se les puede llamar asi)estirando la mano y quitandoles lo poco q lograron conseguir causando lástima...
cada q veo eso me siento mal... tanto x haber contribuido al maltrato de esos moquitos, como de ver alcaweteado a los cabrones esos...
...pero tanta reflexion termino con una sonrisita, y creeme me acordare de ti, y pensare en ti cuando me tenga q ir a cantar al metro =)
cuidate muxote(smuak!)
Bueno Karito, gracias por tomarte el tiempo para la reflexión. La idea efectivamente era ponernos a pensar, aunque por supuesto no seré el primero, ni el último ni mucho menos el único que buscará lo mismo. De todos modos asumo que con este comentario queda arado el surco para lo que sigue...
ResponderEliminar